miércoles, 12 de marzo de 2008

Desafíos para una nueva generación de radicales


“La historia política de todos los Países nos demuestra que los Partidos se corrompen y debilitan en el poder; que tras las ventajas que comporta, audaces e inescrupulosos trepan hasta inficionar su organismo y que, a su vez, las minorías desposeídas del poder se fortifican en el llano. La falta de ventajas materiales, el desarrollo de la aptitud crítica, el fuerte grado de tensión de las masas, llevan lentamente a su frente a conjuntos capaces, abnegados e idealistas, adecuados en sus ideas a su tiempo, que conducen a su Partido al éxito.”

Moisés Lebensohn

Los argentinos vamos a cumplir 25 años de ininterrumpida continuidad democrática, situación inédita de vigencia en el tiempo del principio de la soberanía popular para la asignación de las magistraturas en los distintos niveles de gobierno (nacional, provincial y municipal) y de los mecanismos más básicos que hacen a la preservación de las libertades individuales -derechos civiles y políticos- aunque esto no puede predicarse de todo el aparato estatal en sus distintos niveles (piénsese sino en determinadas ramas de las fuerzas de seguridad y reparticiones en algunas provincias). De cualquier manera, las imperfecciones de la democracia que supimos conseguir no disminuyen el hecho de un cuarto de siglo de continuidad institucional en el marco del régimen republicano establecido en la Constitución Nacional, tras más de cincuenta años de péndulo cívico-militar, aún cuando el contexto internacional y regional haya sido más benigno con los regímenes formalmente democráticos que en épocas anteriores. La adjetivación formal opera en este caso para destacar una cuestión que es central en el discurso del radicalismo argentino: la distinción entre las formas democráticas, o mejor, republicanas, y las condiciones sociales y económicas que hacen a la posibilidad que la democracia política y las libertades individuales tengan eficacia práctica. Es decir, la preocupación vinculada a la democracia política, elecciones libres y sin proscripciones, una vez adquirido ese piso mínimo y tras el fracaso de los levantamientos armados frente a los gobiernos constitucionales, pierde centralidad en la agenda política; si bien la defensa de la república no es un tema menor, y de hecho, la agenda opositora al actual oficialismo ha referido asiduamente al deterioro de la calidad institucional en nuestro país. En suma, de lo que se trata, es que con la democracia se coma, se eduque y se cure, y allí están las promesas incumplidas de la democracia en Argentina, aunque justo es decirlo, la soberanía popular y la vigencia del estado de derecho no han sido causas que contribuyeran al deterioro de las condiciones socioeconómicas en nuestro país, que en todo caso se remontan a mediados de la década del ’70. Pero en cambio, a la primavera democrática que solemos evocar con convicción y nostalgia sucedió la cruda economía y la impotencia del gobierno para hacer frente a la persistente puja distributiva de los factores de poder y al descalabro financiero del Estado.

Las decisiones económicas del gobierno justicialista en la década del noventa importaron una renuncia del Estado a actuar con autonomía, probablemente a partir del dato del escaso margen que se tenía para ello. En cualquier caso, la apertura indiscriminada de la economía, la desregulación de los mercados, la rápida y turbia privatización de los activos públicos, la configuración de un esquema tributario mucho más regresivo (eliminación de exenciones a bienes y servicios que repercutían sobre los sectores de menores ingresos) la desnacionalización de empresas privadas, implicaron la conformación de una sociedad mucho más desigual y donde el mecanismo redistributivo del ingreso atribuido al sistema impositivo y al gasto público opera mas bien a favor de los sectores de mayores ingresos, con niveles de pauperización de las capas medias de la población que alteraron la morfología social argentina, profundizando la línea abierta en 1976. El peronismo conservador de los noventa solucionó la hiperinflación de 1989/90 a partir de un mecanismo monetario que finalmente estallaría en el 2001, y lo hizo sobre la base de acuerdos con los factores de poder económico, tanto grupos económicos nacionales, banca y organismos financieros internacionales, acudiendo al mecanismo del endeudamiento externo sistemático para financiar el funcionamiento de un Estado que se había desprendido ya de sus empresas y que no se había dotado de las competencias para la regulación y control que un mercado abierto requiere. En condiciones internacionales menos favorables, a fines de los años noventa se hizo cada vez más visible la necesidad de terminar con la paridad del dólar y el peso argentino, mas se puso igualmente en evidencia la imposibilidad del sistema político de encontrar una salida que permitiera reactivar a la economía en recesión. Justamente, la conformación de una alternativa política al justicialismo no supuso igualmente el planteo de una alternativa en el rumbo económico. Así, la Alianza estructurada entre el radicalismo y las fuerzas articuladas en el Frepaso, configuraba un espacio de centro-izquierda que venía a oxigenar la vida política argentina, con la pretensión de mantener los aspectos modernizantes de los ‘90s corrigiendo deficiencias, afirmar la legalidad republicana frente a los avances hegemónicos del peronismo, y -fundamentalmente- atemperar el desempleo y mejorar la distribución del ingreso. Pero aunque existía conciencia de la necesidad de salir de la convertibilidad en buena parte de la dirigencia aliancista más lúcida, era impensable terminar con la paridad cambiaria, por lo que se orientó la política de gobierno al control de las cuentas fiscales, procurando la baja de las tasas de interés y la consecuente reactivación económica, con lo cual se apostaba convencer al conjunto de inversores internacionales que movilizan activos financieros, que la Argentina merecía ser considerada como una inversión de bajo riesgo, antes que una plaza especulativa. Con el triunfo de Fernando De La Rua, candidato moderado de una alianza política de dirigentes reformistas que buscaban en el jefe de gobierno porteño una carta para no “despertar temores” al establishment local y extranjero, se habría la perspectiva de una coalición política que fuera reconstruyendo el poder social del Estado, ubicando nuevamente a la política en el escenario del poder, del que había sido desplazada por las incontrolables fuerzas del mercado. Pero el gobierno de la Alianza se hundió en los intentos de sostener la paridad cambiaria y controlar el déficit fiscal en una economía que producía pobres e indigentes, con un tipo de cambio y un esquema financiero que hacían imposible la inversión y la producción. Desde una mirada optimista puede decirse que la crisis del 2001 encontró su cauce político en el marco del desprestigiado Congreso y de los partidos tradicionales. En ese difícil momento el radicalismo apostó a la salida institucional y aportó hombres en el gabinete del presidente Duhalde. La devaluación y la pesificación de los contratos en dólares posibilitaron el mejoramiento de la economía y en los comicios presidenciales de abril de 2003, el peronismo se sucedería a sí mismo, y tras las elecciones legislativas de octubre 2005 quedaría consagrado el liderazgo del presidente Kirchner y la absoluta supremacía peronista como fuerza política que garantizaba el orden social y la posibilidad misma de un gobierno.

La situación partidaria en la crisis de los partidos nacionales.


A la par que el peronismo se erigía en fuerza hegemónica, luego de la caída de De La Rua el radicalismo quedó desvertebrado como partido nacional, con sus líderes desprestigiados, y debilitado electoralmente, sobre todo en Capital y el Gran Buenos Aires (lo que representa poco más de un tercio del electorado argentino). Frente al 2,34% de la fórmula de la UCR obtenida en abril de 2003, los relativamente buenos resultados electorales en elecciones provinciales y locales durante el 2003 mostraron que lo que requería el radicalismo era acción política con mentalidad nacional, para lo cual se necesitan actores políticos y grupos políticos de tal carácter, frente a localismos disgregadores en ausencia de una línea nacional visible y considerada socialmente. Ante la situación del partido como actor en la política nacional, y la dura indiferencia de nuestros votantes en Buenos Aires, capital y provincia, que en virtud de la configuración geopolítica argentina son los distritos que vertebran el eje de la política nacional, el radicalismo se encontró en estado de disgregación con el apoyo al oficialismo de casi todos los gobernadores de nuestro signo político y de numerosos intendentes, sobre todo de las principales ciudades del país gobernadas por radicales. Los llamados “radicales k” evidenciaron a un mismo tiempo la discrecionalidad ilegal en el manejo de los recursos financieros por parte del poder ejecutivo nacional, la falta de centralidad política en el radicalismo tras el agotamiento del alfonsinismo, la pérdida de convicciones políticas y el cinismo como actitud natural ante la vida. En este marco de aguda fragmentación y ausencia de centralidad política, la Convención Nacional reunida en Rosario el 25 y 26 de agosto de 2006 marcó, por un lado, la defensa del partido frente a la cooptación oficialista y por otra parte, fijó pautas para la propuesta electoral de cara a las elecciones presidenciales del 2007 a partir del diálogo “en las más diversas direcciones del espectro democrático y progresista, incluyendo organizaciones políticas, gremiales, empresarias, sociales y académicas”. Por cierto que la acción centrífuga en el radicalismo no se redujo al partido de los que gobiernan , sino que debe incluirse tanto a quienes se incorporaron a algún otro partido o espacio político hasta quienes dejaron a un lado su militancia y se replegaron en sus casas por múltiples razones. Lo más inteligente que se puede hacer es no juzgar, pues de lo que se trata es de entender, para lo cual, lo que sirve es tratar de describir lo acontecido. En muchos casos no se ha tratado de la sola indisciplina partidaria en términos electorales -un partido es, entre otras cosas, una organización que compite en elecciones para acceder a la representación política institucionalizada- sino de la negación de la mínima dimensión ética que los radicales vemos como inherente a la lucha por el poder. En este sentido, debemos señalar que desde la caída del gobierno de la Alianza se fueron acentuando los llamamientos y las declaraciones referidas a la vocación de poder del radicalismo, y es probable que ese devaneo discursivo en realidad sugiera, no sólo la voluntad de construir legitimidad política para volver a disputar el gobierno y gobernar con eficacia frente a los centros de poder corporativos, sino algo más.El poder es -en esencia- una resultante de las relaciones humanas, por lo que en la vida social son múltiples las formas que asume y ámbitos en los que se detenta, influyendo, determinando, incidiendo, mandando la conducta de los sujetos pasivos de la relación de poder. El poder político se traduce en dominación política, donde lo político se vincula a las instancias donde el ordenamiento jurídico y en última instancia, la fuerza física legitimada por dicho ordenamiento, garantizan la sujeción del individuo y el grupo social a los dictados de la(s) autoridad(es). El radicalismo, desde sus orígenes, pretende que la construcción de poder se debe justificar en la consecución de objetivos políticos. La pérdida de objetivos políticos -los principios, en la terminología radical- y su reemplazo por finalidades de mero posicionamiento individual o grupal, quizás permitan un margen mayor de maniobra, pero erosionan los cimientos de la organización partidaria, porque los objetivos -los principios- y el colectivo humano cohesionado en un ideario constituyen poder, y el posicionamiento político debe ser percibido como funcional a la consecución de objetivos políticos, cuya finalidad última está ligada a los principios libertarios, reformistas y solidarios del radicalismo y que deben plasmarse en proyecto y propuesta en función del momento histórico. El desprestigio del radicalismo tras el derrumbe de nuestro último gobierno y la pérdida de identificación con el partido de militantes, afiliados y tradicionales votantes radicales en estos últimos años no nos deben hacer perder de vista que la crisis de los partidos políticos no es una situación exclusiva de la UCR y ni siquiera de nuestro país o región. El clima de época está atravesado por el vértigo de la vida cotidiana al ritmo de las nuevas tecnologías en comunicaciones, y los tradicionales ámbitos mas o menos institucionalizados que recreaban el sentido colectivo organizacional tienden a perder importancia. Por otra parte, hace tiempo que algunas funciones de las estructuras de partidos políticos, en términos de canalización de demandas sociales y comunicación de estas, son realizadas en otros ámbitos, donde cobran importancia los medios masivos de comunicación. Asimismo, si bien el partido político es la forma jurídica que tiene el monopolio de la participación electoral, la política argentina ha adquirido mayor dinamismo (y fugacidad) a partir de los espacios y de articulaciones políticas electorales referenciadas alrededor de figuras destacadas que fundan su partido (personalización de la política). En la dimensión institucional-electoral, la perversa práctica de la ley de lemas en muchas provincias tiende a dejar lugar a la no menos perniciosa utilización sistemática del mecanismo de sumatorias entre boletas de distintas fuerzas políticas pero con idénticos candidatos, lo que lleva a la confusión del elector y que ha dado lugar a episodios como los de Córdoba, Chaco y el conurbano bonaerense, degradándose la representación política y hasta poniendo bajo sospecha los resultados electorales. En cualquier caso, existe muchas veces la sensación de que los ámbitos y mecanismos institucionales del radicalismo resultan un tanto obsoletos y poco versátiles, mas nunca se ha dado con fórmulas de modernización partidaria satisfactorias, y en su momento, las internas abiertas -que en un discurso no tan lejano con la “antipolítica” venían a sanear las supuestamente viciosas internas de afiliados- fueron la ocasión de prácticas no menos viciosas. La cuestión en torno a la obsolescencia o relativa irrelevancia de los partidos políticos debe ser entonces encarada desde un planteo que se haga cargo de las especificidades de la sociedad del siglo XXI, sin que esta sea la excusa para abrazar el relativismo moral propio de la época.


El escenario político tras las elecciones del 2007.


En un contexto muy negativo para la UCR, en las elecciones generales del pasado año el partido postuló por primera vez en su historia a un candidato a presidente extrapartidario integrando el frente electoral UNA, con la aspiración de brindar a la sociedad una alternativa de cambio político que permitiera aprovechar para el desarrollo económico la coyuntura internacional favorable, propuesta electoral que no logró plantarse como la principal opción opositora frente al oficialismo, ni tampoco contener al electorado tradicionalmente afín al radicalismo. De cualquier manera, la propuesta que integró el partido obtuvo el 16,88% de los votos, aunque no se logró evitar la reducción de la presencia orgánica de la UCR en el Congreso -27 legisladores en la Cámara de Diputados de la Nación y 10 Senadores Nacionales- y el radicalismo apareció divido entre quienes se plegaron al oficialismo integrando su fórmula presidencial, el sector que no aceptó el mandato de la Convención Nacional y se sumó a la opción opositora denominada Coalición Cívica -esencialmente en la provincia de Buenos Aires- y la UCR.Las elecciones de 2007 otorgaron cuatro años más de mandato popular a la actual versión del justicialismo en el poder, con amplio control institucional en el Congreso de la Nación -aun cuando en la Cámara de diputados el oficialismo esté conformado por distintos grupos políticos- y mayoría de gobiernos provinciales afines. En el escenario económico se perfilan como problemas inmediatos a afrontar el del suministro de energía –necesario para el crecimiento sostenido de la producción- la inflación y su impacto en el deterioro del poder adquisitivo del grueso de la población. En términos generales la situación social es mejor si se efectúa una comparación con los tiempos de la crisis que siguió al colapso de la convertibilidad, mas la desigualdad en la distribución del ingreso no ha mejorado, que en estos nuevos tiempos viene a traducirse como la concentración de la riqueza y su consiguiente distribución de la pobreza. Una agenda política igualitaria debería encarar necesariamente una reforma tributaria que tienda a limitar la repercusión impositiva en los productos que componen la canasta básica familiar y criterios en el gasto público que efectivamente posibiliten a los ciudadanos de ingresos fijos o sin ingresos salariales el acceso a servicios esenciales. Debe remarcarse que el gasto público, para aplicarse eficientemente a fines redistributivos igualitaristas, debe contar con instituciones estatales dotadas de capacidad de gestión, de las que en general se carece. La hegemonía del peronismo está centrada en su consideración como única fuerza capaz de garantizar el cometido político básico requerido: cierto mínimo de orden social, valoración que se refuerza con la percepción de falta de consistencia en otras expresiones políticas, en particular en el caso del partido radical. Sin embargo, no está demás resaltar el dinamismo inherente a la vida social y que es propio de la política. La estructura radical continúa siendo valiosa y la cultura y tradiciones políticas en que se afirma el radicalismo –incluso mas allá del propio marco institucional de la Unión Cívica Radical- mantienen vigencia social. En tal sentido debe valorarse positivamente -por cierto que con criterio crítico- la experiencia del Frente Progresista en la provincia de Santa Fe, en la medida que logró aglutinar eficazmente el arco no peronista. Los desafíos del radicalismo son pues, de tal magnitud, que van a precisar como insumo principal del compromiso y la acción política de una generación de radicales que se ha fogueado en el marco social, político y cultural que surge tras el 2001. El objetivo es construir un radicalismo dotado de consistencia política que sea herramienta valiosa de un proyecto de Nacion. La acción política con mentalidad nacional, y entendiendo siempre a la Nación inserta en un complejo de relaciones internacionales que deben ser adecuadamente ponderadas, constituye una condición básica. En ese marco, la formación y capacitación de los políticos radicales debe acentuarse, tanto a partir de la generación y fortalecimiento de las instancias institucionales pertinentes, como del permanente esfuerzo individual. El radicalismo como organización política debe poder señalar rumbos a seguir por la sociedad, es decir, cumplir esa tarea de orientación social que es inherente a la acción política. Son varias las líneas de trabajo a seguir -o profundizar- que han de abordarse en simultáneo. Una fuerza política consistente se percibe y es percibida como tal. Genera adhesiones y convoca al esfuerzo de propios y extraños. El momento social propicio a los cambios ha de encontrarnos con una herramienta política adecuada para canalizarlos y orientarlos. Nuestro desafío como generación es articular al radicalismo como estructura política cohesionada, afirmada en nuestras mejores tradiciones, liberalismo en lo político-institucional y decididamente reformista en el campo socio-económico, y con capacidades de acción en el escenario social y político de la época con potencialidad transformadora.

Documento para la discusión política, expuesto por Fernando Chiavon en la 1º reunión de la juventud radical del Departamento San Jerónimo - Marzo 2008.

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